sábado, 6 de diciembre de 2008

Películas en el colectivo


Les basta con apretar un botón para martirizar al pueblo durante horas. Llueva o truene, con frío o con calor, repiten el acto diariamente. “Play”, dice la tecla, y ellos no tienen mejor idea que ir y apretarla. ¡Será de Dios! Sí, son los colectiveros.

Esos señores de camisa blanca y corbata que se empeñan en arruinarnos el viaje proyectando en el coche las peores películas que el hombre ha podido crear. Yo no sé si lo harán con buenas o malas intenciones. De cualquier manera, las consecuencias son espantosas.

“Mirá, mirá Cacho. Alquilemos ésta con Bruce Willis, Jean Claude Van Damme y Sylvester Stallone. Se trata de tres soldados que combaten contra 19.783 milicianos chiítas y les ganan. Es gol seguro”, le dice Tito, chofer de una línea interprovincial, a su amigo y compañero de cabina. Ignora la avalancha de suicidios espontáneos que su inocente elección generará entre los pasajeros.

Más filmes del estilo

No es que sea malpensado, pero también puede ser que los tipos encuentren en el sufrimiento ajeno algún beneficio personal. “Pepe, les alquilemos esta porquería horrible de un gorila que juega al béisbol así quedan paralizados de la indignación y no nos joden con que bajemos el aire acondicionado”, le aconseja Pancho a su compañero, consciente o no del daño irreparable que su deliberada actitud producirá sobre una cuarentena de inocentes.

Otros filmes que suelen escoger podrían abreviarse en frases como “unos locos que se quieren robar un banco, se les complica pero lo roban igual” o “dos policías muy facheros que atrapan a los malos y se levantan un montón de minas”. Terrible.

Así se pasan la vida estos trabajadores del volante, manejando, poniendo películas deplorables y pidiendo aumento. Igual, todo bien con los muchachos, eh. No vaya a ser que después me piquen el boleto.

martes, 18 de noviembre de 2008

Mejor no encontrarse con un tipo que se parece a Kobe Bryant

La noche puede ser la mejor amiga o la peor enemiga del hombre. Y por ende, del viajero, que en definitiva también es un hombre, pero con menos ganas de trabajar que el resto.

Lo que pasa es que las noches de los viajes son capaces de adoptar formas tan disímiles como sorprendentes. La noche puede significar un festejo de antología: baile, luces, mujeres, alcohol, vicios varios. Pasiones que se complementan y que convierten la velada en un acontecimiento extraordinario.

O por el contrario, la noche también puede configurar situaciones espantosas. A ver: supongamos que uno se va de vacaciones a Los Ángeles, por ejemplo. No es lo mismo pasar la madrugada en una fiesta en la mansión Playboy, que vagabundeando por algún suburbio desconocido, donde se te aparece un tipo que es igual al basquetbolista Kobe Bryant pero más peludo, junto a sus cinco primos y que al verte le susurra a los colegas algo como “a este lo enebro cual hilo a la aguja” o “que linda mantequita para esta tostada” haciendo clara alusión a la cercanía del acontecimiento con la hora del desayuno.

Situaciones desesperantes

Así, queda claro que, en los viajes, no todas las noches son iguales. Yo hay veces que estando en ciudades grandes, veo caer la noche y siento angustia. De inmediato pienso en la gente que anda dando vueltas por ahí, sin techo seguro. Me pongo en la piel de ellos porque he vivido situaciones similares. Y creanme, es desesperante.

En esas ocasiones, lejos de casa, uno suele advertir como la incertidumbre golea al optimismo. Al no tener los recursos para dormir en un lugar seguro, no te queda otra que acurrucarte donde podes, encomendándote a tu propia suerte. Y rezar, por supuesto, para que al pícaro destino no se le ocurra cruzarte con el tipo que se parece a Kobe Bryant y sus cinco primos.

sábado, 15 de noviembre de 2008

Me duele el colon


Me duele el colon. No saben lo feo que es. Colon. Hasta la palabra misma suena fea. Es un dolor, como decirlo, profundo. Es como si te doliera el alma, pero sin el factor metafísico. Creo que es peor inclusive. Un dolor del alma se puede ahogar en licor, como dice el rey Pelusa. Pero con un dolor de colon es otra cosa.

Mientras escribo estas líneas, me encuentro viajando de regreso a casa. Recién ahora deduzco que el dolor de colon y el viaje es una combinación peligrosa. Tormentosa diría. En mis cavilaciones, surgidas de las entrañas del malestar, me he puesto a pensar en la gente que, como yo en esta desdichada jornada, viaja con un dolor a cuestas.

Algunos ejemplos

Pienso en el subsahariano, que viaja caminando durante meses por el África, en busca de la prosperidad que ofrece Europa. Pobre, le duelen los pies. Pienso en el Rumano, que viaja escapándose del maltrato que le propinan los italianos más xenófobos. Pobre, le duele el orgullo. Pienso en el serbio, que viaja por un país que cada vez le queda más chico. Pobre, le duele el Kosovo. Pienso en el cubano, que viaja en balsa rumbo a una nueva vida en Miami. Pobre, le duele el comunismo. Pienso en el iraquí, que viaja de Basora a Bagdad mirando para arriba, por miedo a que le caiga una bomba del cielo. Pobre, le duele el Bush.

También pienso en el político, que viaja en avión privado hacia Tokio, para participar en una cumbre presidencial. Pobre, le duele que los fuccilli con salsa de champiñones, nueces persas, dátiles y vegetales del pacífico sur rehogados en vino blanco cosecha 83´ que le sirvieron para cenar no están “al dente”.

Pero vamos, que en quien más pienso en este momento es en mí mismo, que viajo de vuelta a Villa María con un dolor de colon espantoso. Si, pobre.

sábado, 8 de noviembre de 2008

No a la Cuba capitalista


¿A quién no le gustaría conocer Cuba? Que levante la mano así lo apedreo. Creo que la inmensa mayoría querría irse de viaje a la isla. Un paraíso terrenal que fusiona las mejores playas del continente con un contexto socio cultural único en el planeta. Al viajero de ley esto, justamente, es lo que más le atrae del país caribeño. Los resabios definitivos del comunismo real aún sobreviven aquí como en ningún otro rincón del globo. Pero vaya uno a saber hasta cuando.

Ahí está el meollo de la cuestión: a la luz de las medidas adoptadas por el gobierno post Fidel, el actual sistema político cubano parece condenado a la extinción. De ocurrir tal suceso, la nación perdería un aliciente turístico incuestionable.

No nos conviene

Imaginemos una Cuba capitalista: edificios renovados, automóviles siglo XXI, viejas pueras con botox y siliconas, carteles de Ginobili por todos lados, promocionando invariablemente marcas de jeans, mayonesas o líquidos para frenos… sería terrible para el sentimentalismo del visitante.

Y es que lo que más nos atrae de Cuba es esa cosa de realidad paralela, de dimensión desconocida. Un recreo para nuestra representación habitual del mundo y de las cosas.

Entonces basta de hinchar con esto de los cambios y que se yo. No le conviene a nadie. Bueno, no sé a los cubanos. Pero que importa, si total a ellos se los ve muy contentos con la salsa, el merengue, las palmeras y eso.

Hablo por mi mismo y por todos los agentes de viajes del mundo cuando digo: ¡Dejen la revolución en paz, cerdos imperialistas!

sábado, 27 de septiembre de 2008

¿Tan malo era Atila?


En algún rincón perdido de las estepas húngaras, descansan los restos de Atila el Huno. Para sus acólitos, era un hombre formidable: líder espiritual, sabio estratega y luz de la comunidad. Nuestra historia, en contraste, lo recuerda como un ser cruel, violento y despreciable. Un asesino desalmado, el sinónimo más auténtico de la barbarie.

Es obvio: occidente solo rescata como héroes de la antigüedad a los blancos, aquellos con los que uno puede sentirse identificado racialmente: Alejandro de Macedonia, Carlomagno, Ricardo Corazón de León, Frodo Bolson, el Mago Gandalf… Y todos los que quedan fuera de esos parámetros étnicos, pasan inmediatamente a conformar la lista de los malos: Saladino, Genghis Khan, Darío III, Skeleton, y por supuesto, Atila.

Esta selección a mi se me antoja muy injusta ¿Por qué defenestran tanto al rey de los Hunos?

Historia arbitraria

La mayor parte de la bibliografía que anda dando vueltas por ahí, solo hace hincapié en los aspectos negativos de este mítico guerrero: su figura desalineada, su rostro adusto, su mal humor y, sobre todo, las no muy saludables fragancias que emanaban de su cuerpo. Claro, como si los demás hubieran despedido aroma a frutos del bosque.

Sin ir más lejos, Alejandro Magno se pasaba meses enteros arriba del caballo, cambiándose los calzoncillos vaya uno a saber cada cuanto, y sin embargo las crónicas solo hablan de “Sus rubios y largos cabellos ondeados por la tenue brisa de las campiñas”.

A Atila nadie le reconoce la lealtad a su pueblo, su valentía ni su encomiable espíritu aventurero. Al fin y al cabo, él era un viajero de ley. Nómade como pocos, se la pasaba de un lado a otro de Europa, haciendo de la sencillez un ideal.

Pero no daba para una estatua. Aducen que hubiera sido más fea que pegarle a mi abuela con un palo.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Un robo por amor al queso

Carretera de La Rioja. Colectivo. En la ventanilla, solo montaña y cactus. Sentado, viaja un hombre muy apuesto (yo). Todo transcurre con normalidad.

Llevaba unas cuantas bolsas conmigo. En ellas traía el sustento para vivir durante varias jornadas de camping en el ostracismo: Pan, tomates, zanahorias, atún, chocolates, galletitas, jamón, aceitunas...y queso. Queso, glorioso alimento, lácteo incomparable, fuente de vigor. Queso, como un torrente de delicia, un planeta de sabor, un eterno sortilegio.

Iba muy contento, entonces, viajando con mi comida, pero sobre todo con mi queso. En eso estaba, cuando de repente me pareció que faltaba una bolsa. Las llevaba en el piso, debajo del asiento, y con el movimiento del coche, algunas fueron a parar atrás. Me agache, las junté y las conté. Efectivamente, había perdido una ¿Cuál? Si, la que tenía el queso.

Mentira piadosa

Como una fiera exacerbada, me di vuelta y vi en la butaca trasera a un joven riojano, de unos 22 o 23 años. Sin más, y en el éxtasis de mi arrebato, le inquirí:

-“Maestro ¿No viste una bolsa con queso que se me fue para atrás?”
-“No, no vi nada la verdad”.

Eso alcanzó a esbozar con sus palabras. Pero su mirada me decía otra cosa. Me decía lo siguiente:
- “Si, yo te robé el queso. Si, y no me arrepiento. Lo vi ahí, tan amarillo, tan firme, con esa sensual cáscara roja, esos huequitos...Si, yo te lo robe, y lo haría mil veces, aunque con ello se me fuera la vida. No podía perder la oportunidad. El hecho de olerlo, de tocarlo, de saborearlo, imposible resistirme. Asumo mi responsabilidad con honor e hidalguía. Patria o muerte. Ah! Y otra cosa: leru leru calenderu.

Todo eso me dijo con unos ojos encendidos en fuego, abarrotados de firme compromiso. Primero sentí un odio mortal, más luego respeto. Con ese queso se me había ido mi alma, mi dignidad, mi deseo de ser. Igual me calme: era indudable que ese hombre lo merecía más que yo. Su mentira desesperada encerraba mucho más de lo que aparentaba. Encerraba amor. Amor por el queso.

Nunca pude olvidar ese triste acontecimiento. Y todas las noches, entre amargas lagrimas que me ahogan, le pregunto a los cielos: ¿Qué habrá sido de aquel, mi medio kilo de queso?

¿Croacia? Sólo de vacaciones


Ahí estábamos, frente a frente. El oficial de migraciones croata y yo. El tipo me miraba feo, desafiante. Yo hacia otro tanto, aunque reconozco, de manera mucho menos intimidante que ese hombre alto, de expresión adusta, lentes negros y cabello oscuro.

El sol caía, mientras este desgraciado me escaneaba de arriba a abajo. Parecíamos dos cowboys en el lejano oeste, salvo por las ausencia de botas, espuelas, camisas a cuadros y tiritas en el cuello, chaleco con flecos, gorros, caballos, cardos arrastrados por el viento, tallos de hierba en la boca y carteles de “Saloon” alrededor. El encontraba en el arma atada a la cintura su amenaza más palpable. Yo no me quedaba atrás: tenía mi tramontina mango de madera, aunque perdido vaya uno a saber en que escondrijo de la mochila.

- ¿Para que queres entrar a Croacia?- me inquirió el miserable
- Vengo de vacaciones- le contesté circunspecto
- A ver...mostrame tu pasaporte

Pesado el guardia

Ahí empezó el festival de preguntas. Que a que me dedicaba en Argentina, que porqué estaba viajando tan lejos, que si pensaba regresar a mi país, que si tenía planes de trabajar en Croacia, etcétera.

Yo lo miraba y no entendía nada. Le tuve que enseñar el pasaje de avión de vuelta, plata que llevaba conmigo, tarjeta de crédito y otras documentaciones que demostraban mi supuesta “liquidez”.

No lo podía creer. Este granuja se pensaba que yo quería entrar a Croacia para quedarme a vivir ahí. Con todo el respeto que me merecen los habitantes de la nación balcánica ¿Para que legumbres querría yo quedarme a vivir en Croacia, habiendo tantos países prósperos y acaudalados de los que extraer riquezas a través del noble trabajo ilegal?

O sea, irse de Argentina para trabajar en Croacia es como salir de un recital de María Marta Serra Lima para meterte en uno de Los Piojos. Es ir de mal en peor.

Maldita serpiente venenosa con uniforme, tratarme a mí de sátrapa buscavida. O peor, de sátrapa buscavida en Croacia (¡En Croacia!). Terminada la inquisición, pude ingresar a la ex provincia yugoslava. La contienda finalizó sin heridos. Salvo por mi orgullo, que quedó rengueando en las costas del Adriático.

domingo, 10 de agosto de 2008

Cómo orinar en Perú


Yo ya había escuchado algo antes de viajar, pero no creí que fuera tan cierto. La información que había obtenido era que en Perú, mucha gente acostumbraba a orinar en la calle, de manera absolutamente natural, sin mayores problemas (ni sonrojamientos).

Lo cierto es que, tal como dije antes, la advertencia me pareció exagerada. Sin embrago, apenas llegué al país andino, pude constatar la veracidad del comentario. Ni bien pise Puno, una de las primeras ciudades del sur peruano, noté asombrado las múltiples manchas de orina en el asfalto. Inclusive vi a un niño llevando a cabo el acto, en vivo y en directo. No en un arbolito, ni siquiera en la canaleta. No: en el medio de la calle.
Con el paso de los días, me di cuenta que el accionar no obedecía exclusivamente a una practica infantil. Personas de todas las edades (y de ambos sexos) llevaban a cabo el acto como si nada.

El gobierno advierte

“Que increíble” pensé yo “¿Nadie se percatará de lo desagradable y de lo antihigiénico que resulta todo esto?” definitivamente sí. De hecho, el gobierno peruano había lanzado una campaña a través de los diarios nacionales de mayor tirada, buscando cambiar algunos malos hábitos de los ciudadanos.

Los avisos decían cosas como “No tire basura en espacios públicos”, “Conduzca su coche a velocidad normal” y "Por favor, no orine en la calle”. A pesar de que ya conocía esa conducta tan particular, la publicidad me resultó sumamente graciosa. “Por favor, no orine en la calle” ¿Cómo puede ser que el gobierno le tenga que andar pidiendo a la gente que no orine en la calle?

Yo acepto un "No fume”, un “No pase” y hasta un “No grite”. Pero un “No orine en la calle” me parece desopilante. No orinar en la calle es una prohibición tacita, una obligación implícita en el contrato social. Es como decir “Por favor, no corretee desnudo por plazas y/o parques, gritando `soy el Mesías, ámenme”.

Pero se ve que en algunos lugares estas aclaraciones todavía hacen falta. El mundo es maravilloso.

Un vendedor con “Códigos”

Según los expertos en economía, las ventas de armas, medicamentos y drogas son los tres negocios más extraordinarios del planeta. Si bien la mayor parte de estos datos se desconocen oficialmente (muchas veces las transacciones de dichos productos se realizan ilegalmente) la información asoma, en principio, como algo incuestionable.

Sin embargo, los tres rubros mencionados parecen no estar involucrados con la industria del Turismo ¿O si? Por lo general, a nadie que sale fuera del terruño le interesa andar comprando medicamentos truchos o ametralladoras kalishnikov. Pero el tema de las drogas es otra cosa.

En cada centro turístico, por más ignoto que sea, el viajero tiene la posibilidad de conseguir todo tipo de estupefacientes sin mayores problemas. Veamos:

Propuesta indecente

Caminando por La Paz, Bolivia, me encontré con un argentino (cuando no). El señor, muy formal, de unos 50 años, estaba desesperado por venderme una excursión. Su discurso era más o menos el siguiente:

-“Tenemos paseos en barco por el lago Titicaca, trekking en la colina Sundunga, cabalgatas por la bahía Tundrule...”
-“No, gracias. No me interesa”- Le contesté
-“Bueno, también tengo muy buena marihuana”

Lo que se dice un polirubro

-“No, gracias”- Repetí- “No fumo”
Entonces, el hombre lanzo la declaración que termino de hacer de esa situación algo maravilloso:
- “Disculpame pibe, yo en realidad soy un operador turístico, pero los martes y jueves también vendo marihuana”

¡Es genial! O sea que si hubiera sido miércoles, por ejemplo, el tipo no me hubiera ofrecido nada extraño. Supongamos que alguien por casualidad quisiera comprarle drogas a este caballero un viernes ¿Qué diría él? Algo como “No, lo siento. Marihuana martes y jueves. Cocaína los lunes. Heroína sábados y vísperas de feriado. El respeto por las normativas ante todo”.

Creo que nunca voy a terminar de descifrar las intrincadas reglas del mercado.

Lecturas para delirar en el viaje


¡Ah! ¡La lectura! Esa actividad que nos ilustra y nos sacude el espíritu. Que lindo poder practicarla. Y que mejor que llevarla a cabo mientras viajamos. El libro, entonces, pasa a ser un elemento vital a la hora de armar la valija.

¿Pero qué ejemplares conviene llevar encima mientras desempolvamos los caminos? Bueno, eso depende mucho del destino que elijamos. Así, cargar “La venas Abiertas de América Latina” durante un tour exclusivo por el principado de Mónaco, por ejemplo, sería una contradicción tan rutilante que ni el mismo universo podría resistir semejante paradoja.

Por suerte, tenemos un sin fin de alternativas para evitar esos dilemas. Cientos de miles de textos deambulan buscando las manos curiosas del viajero. Hay para todos los gustos.

Títulos más que interesantes

Estuve investigando arduamente (aguante google) y encontré títulos más que interesantes para llevar en la travesía. Por ejemplo este: “Apuntes sobre hermenéutica y principios de interpretación bíblica”, de Arturo Perales. Un grande Arturo, que piensa en todo, inclusive en como elevar nuestra existencia hasta el cenit mismo del aburrimiento. O este: “Dialéctica, Predicación y Metafísica en Platón: Investigaciones sobre el sofista y los diálogos tardíos”, escrito capaz de transportarnos a un estado depresivo digno de un Kafka.

Nicolás Malebrenche, por su parte, nos invita a una tertulia encantadora con sus “Conversaciones sobre la metafísica y la religión” mientras que el bicharachero de Edmund Husserl forja delirios de entretenimiento a través de “Lecciones de fenomenología de la conciencia interna del tiempo”.

Si le gustan los clásicos, le recomiendo que se relaje en alguna playa del Caribe leyendo a Sartre, quien con su “Critica de la razón dialéctica” y “El existencialismo es un humanismo”, deja, a partir de la sola lectura de los títulos, todo más que claro.

No obstante, mi favorito en los viajes siempre fue, es y será la investigación de Judith Cavazos Arroyo, “Análisis de la autogratificación femenina y sus implicaciones hacia el desarrollo de rasgos materialistas en un contexto semiurbano”, (sinceramente, no me quedan palabras para describir lo fascinante de esta obra).

Yo ya cumplí con mi cometido. Ahora ustedes ¡A disfrutar de la lectura! Opciones, como verán, no les faltan.

lunes, 21 de julio de 2008

El viaje de Cobos

El tipo se subió al auto, prendió el motor y arrancó. Salió disparando, ansioso por intimar con la ruta. Se podría haber ido en avión, pero no. Prefería recorrer el asfalto, charlar con los caminos. Recién ahí encontraría esa paz que tanto echaba en falta.

Apenas abandonó la gran ciudad, bajó la ventanilla para gozar del aire fresco. Su horizonte solo le dictaba campo, planicie, inmensidad. Por fin podía relajarse. El plan era de lo más sencillo: agarraría la ruta nacional N 7, atravesaría el sur de Córdoba y entrando a San Luis, embalaría por la 158. Así hasta el otro extremo del país, donde el terreno se tutea con la cordillera.

Juró que se tomaría el periplo como un encuentro consigo mismo. Cuando llegaba a las estaciones de peaje, algunos, al reconocerlo, intentaban romper el hechizo. Él apenas respondía. Se encontraba inmerso en un estado hipnótico.

Madrugada tempestuosa

La noche anterior apenas durmió. Todavía le temblaban las manos cuando cayó sobre el colchón, exhausto. A pesar del cansancio, daba vueltas en la cama. Las imágenes de esa jornada inverosímil insistían en abordarlo.

Por momentos, aquellas evocaciones se le mezclaban con los sueños, burlándole el criterio. Igual, ni bien entibiaba la razón, las certezas ponían las cosas en su lugar. Sí. Todo fue real. Eran los últimos instantes de lo que él mismo calificó como el día más difícil de su vida.

De vuelta en el auto, sonrió al asimilar que lo peor había pasado. El viaje así se lo hacía saber. El viaje, ese amigo siempre dispuesto a templar las conciencias, aún en los momentos más complicados. Manos en el volante, Julio Cobos disfrutaba del paisaje. Lo demás ya era historia.

miércoles, 16 de julio de 2008

El atraco de los belgas

Estoy indignado. El hurto ya no conoce de fronteras. Ni de nacionalidades. Ni de religión. Ni de credo político. Da lo mismo que sea cura, colchonero, rey de bastos, caradura o polizón. Hoy en día cualquiera te puede robar. Y si estas de viaje, con mucha más razón.

Ocurrió hace pocos días. Fue en un hostel de Córdoba, una triste mañana de marzo. Me levante radiante, dispuesto a creer una vez más en este mundo hostil. Iluso de mí.En la cocina me encontré con un empleado del lugar "¿No viste la bolsa de facturas que dejé en la mesada para el desayuno?", me preguntó. "Ni idea", respondí ¿Habrá sido un robo?.

A los pocos minutos fui en búsqueda de la heladera. En su interior tenía (o debería haber tenido) dos deliciosos sanguches de milanesa. Los había preparado con gran esmero la noche anterior.
Pero no estaban. Busque y rebusque. Primero con optimista calma. Luego con angustiosa desesperación. No. No se encontraban allí. A esa altura, las primeras dudas se habían disipado: alguien había sustraído las facturas del desayuno y mis estimados sanguches de milanesa.

No es digno

Me uní, por pura conveniencia, a la preocupación del empleado. Debatimos. Intercambiamos ideas, pistas, presentimientos y finalmente, conclusiones: El delito había sido cometido por dos extranjeros. Fueron los únicos en levantarse antes que nosotros. Y ya se habían marchado. Los gringos en cuestión eran belgas ¡Belgas! ¿Llegan a comprender lo dramático del asunto?

¿Cómo puede ser que un belga se robe un botín tan vulgar? No es digno ¡Con lo abultado de su capital! ¡Con lo desarrollado de su sistema educativo! ¡Con lo obscenamente mayúsculo de su PBI per cápita! Yo puedo llegar a comprender un acto así de parte de un hondureño, de un argentino, de un colombiano desesperado. ¡Pero de un belga!

Malditos sátrapas del viejo continente. Primero se llevan la plata. Luego el petróleo. Después la tierra. Y ahora una bolsa con facturas y mis dos sanguches de milanesa. La historia sigue empecinada con nosotros. Triste devenir.

Emigración a la ecuatoriana


Ecuador es una pequeña república ubicada al noroeste de América del Sur, que linda al norte con Colombia, al este y al sur con Perú y al oeste con el océano pacífico. Tiene una superficie de 269.756 Km2 y una población de 13.710.234 habitantes. Su capital es Quito y su moneda nacional, el Sucre.

Pero entre toda esta fría reseña, se destaca un dato que puede sorprender a más de uno (Inclusive a mi mismo, que sé tanto): después del petróleo, la principal fuente de ingresos de este país sudamericano son las remesas que envían a sus familias los ecuatorianos que emigraron al exterior, perseguidos por la pobreza y la desigualdad. La particularidad me dejó pensando: Que irónico resulta que gran parte de una nación sobreviva con las regalías que escupen aquellos trabajos que los ciudadanos del primer mundo desprecian: limpieza, cuidado de ancianos, labores en fincas, construcción, etc.

Más allá de esta sentida y humana reflexión, tan acordes a mi noble condición, me gustaría relatarles una anécdota que viene muy a cuento respecto al tema.

Lejos de casa

Durante un periplo por Francia, le solicité a dos amables choferes ecuatorianos que me llevaran en su camión, para transitar algunos kilómetros con ellos y evitarme así pagar los costosos trenes galos. Ambos se mostraron gustosos, y juntos recorrimos el tramo de la ruta que une Lyón con Estrasburgo. En casi todo el trayecto, la charla estuvo relacionada con los millones de extranjeros que, como ellos, viven en España.

En un momento de la travesía, nos detuvimos a comer. Guillermo y Félix, mis amigos andinos, prepararon un delicioso guiso, típico de su patria. Entre bocado y bocado, continuamos con la dialéctica del inmigrante: los recuerdos de la familia, los amigos, la vida en un país tan diferente, lo difícil que se hace vivir lejos del terruño…Entonces surgió en mi una pregunta que en ese momento me pareció ineludible: “¿Che, y no tenían miedo cuando se vinieron a vivir acá?” Ante la requisitoria, Félix levanto las cejas, limpió su boca y se apuró en objetarme:

- “¿Miedo? Más miedo teníamos de quedarnos en Ecuador”.

Los tres nos echamos a reír. La respuesta no podía haber sido más dramáticamente graciosa.

¡Los baños son gratis!


Enaltezco el carácter gratuito de los baños. La gratuidad es un principio elemental de los mismos. Los baños no se pagan, o en cualquier caso, no se deberían pagar. Eso es así acá y en Mauritania.
Sin embargo, hay lugares donde se hacen los pillos y te quieren cobrar el servicio ¡Minga! les digo yo ¡De acá! También les grito. En muchas partes de Europa, desprenderse de un simple orín cuesta 0,50 céntimos de euro ¡Canallas! aúllo, ¡Vampiros! agrego.
Hasta en algún que otro Mc Donalds del mundo tenés que andar pagando el toilette ¡Jamás, serpientes venenosas! Los baños son gratuitos. Los escándalos que habré armado por ahí cuando me quisieron cobrar por usar el excusado.

Yo no pago

En Bolivia, en Perú y en otros países andinos te gritan “se cancela” (es decir, “tenés que pagar”) cuando uno sale del servicio sin abonar. Yo no solo que no los recompenso, sino que hasta les remarco lo erróneo de su postura. “Los baños son gratis porque hacen a la dignidad del hombre. Considero su uso como un derecho inclaudicable. Mi integridad no se negocia señores, es una cuestión de espíritu ¡Y el espíritu no entiende de transacciones y tipos cambiarios!”, suelo decirles. Los empleados se me quedan mirando en silencio un rato y luego, sin más, me responden “Se cancela”.
Entonces yo me escapo. No corro, vuelo. Vuelo hacia la libertad, hacia el ideal, donde la integridad de las personas no tiene precio. Donde los valores humanos no han sido sanguinariamente arrebatados por almas corrompidas. Donde el termino decencia todavía encuentra su razón de ser. Vuelo, y huyo sin pagar. Con lo que ahorro, me compro puchos.

martes, 8 de julio de 2008

Diabólica directiva del retorno

O yo estoy mal, o el mundo se volvió loco. O las dos cosas a la vez, que también puede ser. Resulta que a algunos sinvergüenzas europeos se les ocurrió comenzar a encerrar inmigrantes al mejor estilo perrera municipal, a los fines de evitar la superpoblación de extranjeros en aquellos lares.
Y no es que los autores de la medida sean neonazis escondidos en las alcantarillas del viejo continente, donde ataviados con capas rojas y borceguíes puntiagudos, degluten gallinas vivas hincándoles sus diabólicos colmillos, saciando con la sangre fresca de los animales sus morbosas apetencias, hijas del odio y la xenofobia más vil. No, no son personas de ese tipo. Bueno, más o menos.
Los culpables de la medida son los eurodiputados. A partir de esta “Directiva del retorno” los llamados “sin papeles” que vivan en Europa podrán permanecer detenidos, aún sin orden judicial, hasta 18 meses antes de su repatriación.

Contra la locura, cordura

Es una decisión lamentable, definitivamente. Los mismos gobernantes que utilizaron a los inmigrantes como motor fundamental para desarrollar la economía de sus países hace tan solo unos años atrás, hoy les dan la espalda. Y no solo eso. Los embisten con leyes inhumanas, que atentan directamente contra la dignidad del hombre.
Pero yo me voy a vengar, ya lo decidí. A modo de protesta, voy a cruzar todas las fronteras de aquel terruño de prosperidad. Correré desnudo por cada nación llevando un póster del Perro Santillán, y haciéndoles lero lero calendero a los militares que osen intentar atraparme. De Gibraltar a San Petersburgo, en marcha emancipadora.
No tengo dudas. Será un manto de sensatez para tanto delirio junto.

viernes, 4 de julio de 2008

El encanto de las aduanas

- “¿Che, falta mucho para llegar a Austria?”-
- “Hace 10 minutos que estamos en Austria”

No lo podía creer ¿En qué momento cruzamos la frontera? Nadie nos hizo detener el auto, nadie nos pidió pasaporte, nadie nos dijo “Bienvenidos a Austria”. Nada. Ni siquiera un cartel.

- “Si, yo vi un cartel unos kilómetros atrás” – me aseguró mi compañero, que hacía las veces de chofer
- “¿Y que decía? ¿Algo como `Usted está entrando a Austria´, `Austria se enorgullece de recibirlo´ o `Austria lo recibe a usted con profunda emoción y alegría, abriéndole el corazón y tendiéndole una mano amiga”.
- “No. El cartel decía `Austria´, nada más”.

Vaya recibimientos que dan por aquí. Decí que lo tenía a mi colega que estaba avispado, que si no ni cuenta me daba. Cruzamos de un país a otro y ni siquiera tuvimos que frenar el auto. Que digo frenar, ni la velocidad tuvimos que bajar. Que sencillo que se hace todo en Europa. Muy practico todo, si.

Pero la verdad es que a mí me hubiera gustado llegar al país del Tirol pasando a través de una frontera, pero de una frontera de verdad, como las nuestras. Esas que están llenas de carteles, de avisos, del tipo “Usted está abandonando la República Argentina” y a uno se le pone la piel de gallina. Ahí observamos el movimiento permanente, las filas de autos, los turistas que se desperezan de cansancio y de placer a la vez, al advertir la cercanía del destino elegido. Y experimentamos esa sensación única de ansiedad, preguntándonos que habrá del otro lado de la línea divisoria.

También se juntan los nervios por tener que enfrentarnos con los oficiales de seguridad extranjeros, esos centinelas intimidantes, que te contemplan seriamente y te preguntan: “¿Por cuantos días se piensa quedar?”. Y uno ahí, como un tarado, con los papelitos blanco, rosa y amarillo en la mano, la lapicera en la oreja, urdiendo fantasías persecutorias “¿Este se creerá que soy traficante, que me mira así?”.

Todo forma parte de un acontecimiento especial. El teatro burocrático de la aduana, a veces molesto y cansador, se configura como un circulo proveedor de adrenalina. Nos persuade sobre la trascendencia emocional que apareja el hecho de trasladarnos a otro país. Es desde ese momento que el viajero comienza a sentir las profundas vibraciones que provoca la llegada a una tierra que le es ajena, y muchas veces, desconocida.

Pero no. En los países de la Unión Europea, todo esta parfalia (que por lo menos a mí me resulta encantadora), no existe. Es cierto que el ahorro de tramites, y en consecuencia, de tiempo, es un punto importante a favor. De hecho, para quienes tienen que atravesar fronteras diariamente, como los camioneros por ejemplo, el sistema debe ser una bendición. De todas formas, y hablando de viajes de placer ¿No está bueno perderse algunos minutos de papelerío en una caseta plagada de banderas y de símbolos nacionales, aprovechando ese tiempo y espacio como un elemento concientizador de que estamos a punto de conocer un nuevo país, una nueva cultura?

Que frustración sentí al cruzar la frontera entre Alemania y Austria. Y yo que pensé que me iba a encontrar con una réplica gigante de Heidi cantando “Abuelito dime tú...” y a un oficial vestido de tirolés preguntándome “¿Por cuantos días se piensa quedar?”.

El rótulo de "Mochilero"


Al ser humano le encanta encasillar. Circunscribir es una actividad habitual en su quehacer diario. Reducir un todo complejo, encerrarlo en una palabra, parece una manera sencilla de simplificarse la vida. Así es que nacen los motes, las etiquetas. Entonces aparece "El Borracho", "La Rolinga", "El Dark", "La fumanchera", "El Cheto", etcétera.

De esta forma también surge "El Mochilero", encuadre perfecto para un tipo que, de vez en cuando, sale de viaje con una mochila a cuestas. El tema es que el título adquirido implica de antemano toda una serie de comportamientos, valores y formas de pensar predeterminados o "esperables".

Ahí está "El Mochilero". En teoría, una persona sencilla y despreocupada, con un incontrolable afán aventurero. O no. Porque "Mochilero" puede ser un joven burgués, que prefiere llevar mochila en vez de valija simplemente porque se le antoja. O también un asesino desquiciado, a quien el elemento (la mochila) le resulta de suma comodidad a la hora de trasladar a sus descuartizadas víctimas de hotel en hotel.



Cuestión de pareceres


Pero no. La gente ve a alguien con una mochila grandota en la espalda y ya le sacude el rótulo. "Mirá viejo, mirá ese mochilero" le dice la señora al marido "Debe ser medio bohemio, sucio, vago, guitarrero, drogadicto, defensor de la unión civil entre homosexuales y de tendencia política más bien marxista".

Recuerdo una vez que, estando con amigos por Río Grande, Tierra del Fuego, un policía nos hizo la pregunta de rigor "¿Che, ustedes son... (pausa) mochileros?". Llevábamos mochilas, era cierto. Nuestra contestación no fue del todo concluyente: "Y.. no sabemos, que se yo". ¿Qué otra cosa podríamos haberle respondido? Ignorábamos que clase de representación había elaborado este hombre respecto al termino "Mochilero". ¿En su cabeza un "Mochilero" era un germen subversivo o simplemente un loco lindo?

Yo ya me cansé de todo esto. Desde ahora solo voy a viajar con portafolios. Y al primero que me diga "Yuppie" le parto la palm en la cabeza.

Dialogo con un diplomático

En esta selva maravillosa que es el mundo, existen especimenes dignos de admirar. Uno de los ejemplares más sorprendentes es el diplomático. Seres extraños si los hay, se clasifican en diferentes tipos: los hay cancilleres, embajadores, y también cónsules.

El caso es que cuando uno viaja y necesita la ayuda de ellos, los señores de traje y corbata suelen eludir delicadamente cualquier tipo de compromiso. El siguiente ejemplo (prácticamente verídico) de mi encuentro con un cónsul argentino en otro país, luego de que me robaran el pasaporte, gráfica su condición:

- Señor cónsul, me han robado el pasaporte y necesito volver a Argentina, estoy desesperado, y…
- ¡Ah! No me diga. Y cuenteme caballero, ¿Usted a que se dedica?
- Bueno, yo escribo en un diario, pero…
- ¡En un diario! ¡Que fantástico! Debe ser un trabajo maravilloso.
- Si, es lindo, el caso es que…
- Yo en mis años de embajador de Holanda conocí a muchos periodistas, muy buenas personas por cierto.
- Aja… el tema es que no tengo papeles…
- ¡Que épocas aquellas en Holanda! Eran tiempos distintos, claro, pero la pasábamos muy bien.
- Me apremia la angustia, moriré indefectiblemente si no recibo ayuda…
- Eso si, en otros países era diferente, como en Guatemala, una nación muy compleja política y socialmente hablando.
- Señor cónsul…
- En fin, el mundo ha cambiado mucho últimamente.
- Con respecto a mi pasaporte…
- Ah, si señor, disculpeme, pero no puedo hacer nada por usted. Que le vaya bien, eh.

Vaya raza esta la de los diplomáticos. Lo peor es que son tan amables que uno ni siquiera atina a enojarse con ellos ¡No en vano se han ganado sus consecuentes mansiones, sus ultimo modelo y sus cenas de gala! ¡Salud, mis queridos cofrades! ¡Bendita sea vuestra cortesía!