viernes, 4 de julio de 2008

El encanto de las aduanas

- “¿Che, falta mucho para llegar a Austria?”-
- “Hace 10 minutos que estamos en Austria”

No lo podía creer ¿En qué momento cruzamos la frontera? Nadie nos hizo detener el auto, nadie nos pidió pasaporte, nadie nos dijo “Bienvenidos a Austria”. Nada. Ni siquiera un cartel.

- “Si, yo vi un cartel unos kilómetros atrás” – me aseguró mi compañero, que hacía las veces de chofer
- “¿Y que decía? ¿Algo como `Usted está entrando a Austria´, `Austria se enorgullece de recibirlo´ o `Austria lo recibe a usted con profunda emoción y alegría, abriéndole el corazón y tendiéndole una mano amiga”.
- “No. El cartel decía `Austria´, nada más”.

Vaya recibimientos que dan por aquí. Decí que lo tenía a mi colega que estaba avispado, que si no ni cuenta me daba. Cruzamos de un país a otro y ni siquiera tuvimos que frenar el auto. Que digo frenar, ni la velocidad tuvimos que bajar. Que sencillo que se hace todo en Europa. Muy practico todo, si.

Pero la verdad es que a mí me hubiera gustado llegar al país del Tirol pasando a través de una frontera, pero de una frontera de verdad, como las nuestras. Esas que están llenas de carteles, de avisos, del tipo “Usted está abandonando la República Argentina” y a uno se le pone la piel de gallina. Ahí observamos el movimiento permanente, las filas de autos, los turistas que se desperezan de cansancio y de placer a la vez, al advertir la cercanía del destino elegido. Y experimentamos esa sensación única de ansiedad, preguntándonos que habrá del otro lado de la línea divisoria.

También se juntan los nervios por tener que enfrentarnos con los oficiales de seguridad extranjeros, esos centinelas intimidantes, que te contemplan seriamente y te preguntan: “¿Por cuantos días se piensa quedar?”. Y uno ahí, como un tarado, con los papelitos blanco, rosa y amarillo en la mano, la lapicera en la oreja, urdiendo fantasías persecutorias “¿Este se creerá que soy traficante, que me mira así?”.

Todo forma parte de un acontecimiento especial. El teatro burocrático de la aduana, a veces molesto y cansador, se configura como un circulo proveedor de adrenalina. Nos persuade sobre la trascendencia emocional que apareja el hecho de trasladarnos a otro país. Es desde ese momento que el viajero comienza a sentir las profundas vibraciones que provoca la llegada a una tierra que le es ajena, y muchas veces, desconocida.

Pero no. En los países de la Unión Europea, todo esta parfalia (que por lo menos a mí me resulta encantadora), no existe. Es cierto que el ahorro de tramites, y en consecuencia, de tiempo, es un punto importante a favor. De hecho, para quienes tienen que atravesar fronteras diariamente, como los camioneros por ejemplo, el sistema debe ser una bendición. De todas formas, y hablando de viajes de placer ¿No está bueno perderse algunos minutos de papelerío en una caseta plagada de banderas y de símbolos nacionales, aprovechando ese tiempo y espacio como un elemento concientizador de que estamos a punto de conocer un nuevo país, una nueva cultura?

Que frustración sentí al cruzar la frontera entre Alemania y Austria. Y yo que pensé que me iba a encontrar con una réplica gigante de Heidi cantando “Abuelito dime tú...” y a un oficial vestido de tirolés preguntándome “¿Por cuantos días se piensa quedar?”.

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