sábado, 27 de septiembre de 2008

¿Tan malo era Atila?


En algún rincón perdido de las estepas húngaras, descansan los restos de Atila el Huno. Para sus acólitos, era un hombre formidable: líder espiritual, sabio estratega y luz de la comunidad. Nuestra historia, en contraste, lo recuerda como un ser cruel, violento y despreciable. Un asesino desalmado, el sinónimo más auténtico de la barbarie.

Es obvio: occidente solo rescata como héroes de la antigüedad a los blancos, aquellos con los que uno puede sentirse identificado racialmente: Alejandro de Macedonia, Carlomagno, Ricardo Corazón de León, Frodo Bolson, el Mago Gandalf… Y todos los que quedan fuera de esos parámetros étnicos, pasan inmediatamente a conformar la lista de los malos: Saladino, Genghis Khan, Darío III, Skeleton, y por supuesto, Atila.

Esta selección a mi se me antoja muy injusta ¿Por qué defenestran tanto al rey de los Hunos?

Historia arbitraria

La mayor parte de la bibliografía que anda dando vueltas por ahí, solo hace hincapié en los aspectos negativos de este mítico guerrero: su figura desalineada, su rostro adusto, su mal humor y, sobre todo, las no muy saludables fragancias que emanaban de su cuerpo. Claro, como si los demás hubieran despedido aroma a frutos del bosque.

Sin ir más lejos, Alejandro Magno se pasaba meses enteros arriba del caballo, cambiándose los calzoncillos vaya uno a saber cada cuanto, y sin embargo las crónicas solo hablan de “Sus rubios y largos cabellos ondeados por la tenue brisa de las campiñas”.

A Atila nadie le reconoce la lealtad a su pueblo, su valentía ni su encomiable espíritu aventurero. Al fin y al cabo, él era un viajero de ley. Nómade como pocos, se la pasaba de un lado a otro de Europa, haciendo de la sencillez un ideal.

Pero no daba para una estatua. Aducen que hubiera sido más fea que pegarle a mi abuela con un palo.

viernes, 19 de septiembre de 2008

Un robo por amor al queso

Carretera de La Rioja. Colectivo. En la ventanilla, solo montaña y cactus. Sentado, viaja un hombre muy apuesto (yo). Todo transcurre con normalidad.

Llevaba unas cuantas bolsas conmigo. En ellas traía el sustento para vivir durante varias jornadas de camping en el ostracismo: Pan, tomates, zanahorias, atún, chocolates, galletitas, jamón, aceitunas...y queso. Queso, glorioso alimento, lácteo incomparable, fuente de vigor. Queso, como un torrente de delicia, un planeta de sabor, un eterno sortilegio.

Iba muy contento, entonces, viajando con mi comida, pero sobre todo con mi queso. En eso estaba, cuando de repente me pareció que faltaba una bolsa. Las llevaba en el piso, debajo del asiento, y con el movimiento del coche, algunas fueron a parar atrás. Me agache, las junté y las conté. Efectivamente, había perdido una ¿Cuál? Si, la que tenía el queso.

Mentira piadosa

Como una fiera exacerbada, me di vuelta y vi en la butaca trasera a un joven riojano, de unos 22 o 23 años. Sin más, y en el éxtasis de mi arrebato, le inquirí:

-“Maestro ¿No viste una bolsa con queso que se me fue para atrás?”
-“No, no vi nada la verdad”.

Eso alcanzó a esbozar con sus palabras. Pero su mirada me decía otra cosa. Me decía lo siguiente:
- “Si, yo te robé el queso. Si, y no me arrepiento. Lo vi ahí, tan amarillo, tan firme, con esa sensual cáscara roja, esos huequitos...Si, yo te lo robe, y lo haría mil veces, aunque con ello se me fuera la vida. No podía perder la oportunidad. El hecho de olerlo, de tocarlo, de saborearlo, imposible resistirme. Asumo mi responsabilidad con honor e hidalguía. Patria o muerte. Ah! Y otra cosa: leru leru calenderu.

Todo eso me dijo con unos ojos encendidos en fuego, abarrotados de firme compromiso. Primero sentí un odio mortal, más luego respeto. Con ese queso se me había ido mi alma, mi dignidad, mi deseo de ser. Igual me calme: era indudable que ese hombre lo merecía más que yo. Su mentira desesperada encerraba mucho más de lo que aparentaba. Encerraba amor. Amor por el queso.

Nunca pude olvidar ese triste acontecimiento. Y todas las noches, entre amargas lagrimas que me ahogan, le pregunto a los cielos: ¿Qué habrá sido de aquel, mi medio kilo de queso?

¿Croacia? Sólo de vacaciones


Ahí estábamos, frente a frente. El oficial de migraciones croata y yo. El tipo me miraba feo, desafiante. Yo hacia otro tanto, aunque reconozco, de manera mucho menos intimidante que ese hombre alto, de expresión adusta, lentes negros y cabello oscuro.

El sol caía, mientras este desgraciado me escaneaba de arriba a abajo. Parecíamos dos cowboys en el lejano oeste, salvo por las ausencia de botas, espuelas, camisas a cuadros y tiritas en el cuello, chaleco con flecos, gorros, caballos, cardos arrastrados por el viento, tallos de hierba en la boca y carteles de “Saloon” alrededor. El encontraba en el arma atada a la cintura su amenaza más palpable. Yo no me quedaba atrás: tenía mi tramontina mango de madera, aunque perdido vaya uno a saber en que escondrijo de la mochila.

- ¿Para que queres entrar a Croacia?- me inquirió el miserable
- Vengo de vacaciones- le contesté circunspecto
- A ver...mostrame tu pasaporte

Pesado el guardia

Ahí empezó el festival de preguntas. Que a que me dedicaba en Argentina, que porqué estaba viajando tan lejos, que si pensaba regresar a mi país, que si tenía planes de trabajar en Croacia, etcétera.

Yo lo miraba y no entendía nada. Le tuve que enseñar el pasaje de avión de vuelta, plata que llevaba conmigo, tarjeta de crédito y otras documentaciones que demostraban mi supuesta “liquidez”.

No lo podía creer. Este granuja se pensaba que yo quería entrar a Croacia para quedarme a vivir ahí. Con todo el respeto que me merecen los habitantes de la nación balcánica ¿Para que legumbres querría yo quedarme a vivir en Croacia, habiendo tantos países prósperos y acaudalados de los que extraer riquezas a través del noble trabajo ilegal?

O sea, irse de Argentina para trabajar en Croacia es como salir de un recital de María Marta Serra Lima para meterte en uno de Los Piojos. Es ir de mal en peor.

Maldita serpiente venenosa con uniforme, tratarme a mí de sátrapa buscavida. O peor, de sátrapa buscavida en Croacia (¡En Croacia!). Terminada la inquisición, pude ingresar a la ex provincia yugoslava. La contienda finalizó sin heridos. Salvo por mi orgullo, que quedó rengueando en las costas del Adriático.